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Cata de cacao

Historias vivas de un pueblo, su gente y su tierra

     Ir a Cata es viajar a El Dorado: un pueblo con una riqueza milenaria que no es negra como petróleo, ni dorada como el oro.

     Su tesoro viene de la tierra y crece en el tronco de los árboles, a la sombra de la montaña del Parque Nacional Henri Pittier. Un fruto de almendras blancas, moradas y rosas, ocultas en mazorcas naranjas, verdes, rojas y amarillas, que nacen de diminutas flores y se llama cacao.

     Sin embargo, solo cuatro mujeres y algunas personas más de la comunidad son quienes custodian las tierras de la Hacienda Campesina Cata, porque la mayoría del pueblo desconoce su valor y lo ven como un fruto que da cosecha solo dos veces al año.

            Este viaje muestra el rostro y cuenta la historia de las personas que han decidido preservar la tradición cacaotera de este pueblo de la costa aragüeña.

Camino a Cata de cacao

     A Cata se le llega por el Parque Nacional Henri Pittier. Una montaña de bosque nublado, ubicada en el estado Aragua al noreste de Venezuela, en donde la vegetación y la neblina se mezclan ocultando los monos aulladores de pelaje rojizo.

     La carretera es larga y con curvas que son como montaña rusa. Por ella suben y bajan, desde Maracay, autobuses coloridos, que ocupan casi los dos estrechos carriles, tocando sus cornetas en vez de frenar.

Puestos de bolas de cacao, cambur y aguacate aparecen cuando el carro comienza a rodar en plano, mientras los carteles indican el cruce hacia pueblos o caseríos. “Las Monjas”, “Aponte”, “Cumboto”, son algunos de los que se leen al cruzar el arco de "Bienvenidos a Ocumare de la Costa de Oro", uno de los 18 municipios del estado Aragua conocido por sus playas caribeñas. 

     Cuando alguien dice “Cata” la mente de muchos enseguida se va a la bahía con sus azules y las dos torres, construidas en los años 70, que interrumpen la vista. Pero en realidad ese nombre no solo representa arenas claras, aguas transparentes y cocoteros delgados, porque la vía no termina allí.

     A 10 minutos en carro o a una hora caminando —como se movilizan muchos catenses por la constante falta de transporte público— queda el pueblo que comparte con la playa ese nombre que suena como de mujer.

 

     Catenses es el gentilicio de quienes nacieron entre las calles estrechas y la vegetación de esta parte el parque nacional en donde está la Hacienda Campesina Cata; a quienes beben agua del río que baja de la montaña, pescan camarones con cestas o a mano pelada, y comen pescado fresco con cambur morado. También se les llama así a los Lira, Díaz o Croquer, que son los apellidos originarios de estas tierras, y que se mezclaron con los Silva, Pacheco, Brizuela, Malavé y Matos que llegaron después.

     En estas tierras crece cacao criollo, que por su calidad y gusto se le conoce también como “cacao fino” o “de aroma”. Cacao que sabe a almendras, nueces y frutas como cambur, limón o naranja. Estos granos fueron los que, a partir del siglo XVI, le dieron fama a Venezuela como productor, por lo que chocolateros nacionales e internacionales lo buscan para hacer tabletas de chocolate y bombones.

 

     En este país, al norte de Suramérica, se registra la mayor biodiversidad del fruto. En la Hacienda Campesina Cata, los troncos de las matas de 11 variedades de cacao criollo se cargan de flores diminutas que luego se convierten en mazorcas a la sombra de árboles de cedro, samán, jobo, fruta de pan, plátano, tamarindo chino y bucare del bosque tropical. Crecen con el recuerdo de que, en una época, la comunidad entera limpiaba, tumbaba y desgranaba entre cantos a san Juan Bautista.

 

     Por eso, Cata es más que el mirador de la bahía y las aguas cristalinas. Este pueblo, de casas blanquecinas por el sol, es tradiciones, playa y cacao.

Historias

Maira Matos

La que pone orden

     Entre árboles de mijao, tamarindo chino, jobo, plátano y cacao, su risa a carcajadas resuena como un trueno que viaja entre las hojas.

     —Aquí en el pueblo hay dos “Mairas”, pero una es “la loca” y yo que soy “pea” —ríe otra vez y golpea su pierna.

           

     Maira Isabel Matos Malavé trabaja con el cacao desde hace más de 20 años seguidos. De niña la llevaban a que ayudara a su familia a cosechar, por lo que aprendió viendo y escuchando a las mujeres de antes. Actualmente, a sus 48 años, es la presidenta de la Hacienda Campesina Cata.

     —Todos le comenzamos a decir así, cuando la loquita del pueblo le empezó a decir “Maira, pea. Maira… pea” cada vez que la veía porque siempre estaba enratonada y así se quedó “Maira Pea” —cuenta Nego, una de sus compañeras en la Hacienda.

     —Una vez, hace años, pasé todo el domingo bebiendo y el lunes en la mañana todavía tenía esa curda crudiiita, pero tenía que venir a trabajar y lo hice. Poco a poco fui haciendo mis cositas. Limpié el monte y revisé las matas. Pero a media mañana estaba molida, en verdad, en verdad molida, y entre el calor y la sed lo único que se me ocurrió fue acostarme a dormir dentro de la acequia —las cuatro se ríen y se miran como si fueran niñas que hicieron una travesura.

     —Eso sí —se sienta erguida sobre el tobo que lleva para cargar agua y cacao—, aunque tome y no me sienta bien del todo, yo vengo, porque es mi compromiso. Este es mi trabajo. Solo falto si me enfermo o si un día me sale un tigrito. Entonces voy y lo hago y mis compañeras me cubren. Pero al día siguiente regreso. Así hacemos todas.

 

     Pea está detrás de Juan García, o como se le apodaron en el pueblo, Juan de Dios, quien las ayuda en el plan de rescate de la Hacienda, para organizar los papeles, saber el estatus de los pagos y entender cómo deben ser los procesos para llevar la Asociación Civil: Empresa Campesina Cata. Maira Isabel cree que su pueblo puede surgir trabajando la tierra.

     —Esa es la que nos dice: “Mujeres, no hay que decaer. Si nos vamos, todo esto se pierde. Tenemos que seguir insistiendo, no podemos abandonar” —dice Marelis señalando a Maira.

     —Es que es así. Nosotras hemos trabajado mucho por mantener estas tierras. La Hacienda con el cacao es el futuro de nuestro pueblo, aunque ellos todavía no lo vean.

Marelis Díaz

Legado familiar

     Las paredes de la casa de Marelis, por dentro y por fuera, son todas de cemento, no tiene muchos cuadros ni fotografías que la adornen. Al salir, se ve la montaña del Parque Nacional Henri Pittier. Esa es la vista que la acompaña desde que se despierta y sale a trabajar en la Hacienda Campesina Cata, regresa al mediodía para cuidar a su nieta y se va a dormir.

     Marelis Antonia Díaz Díaz tiene 42 años y ocho de ellos los ha vivido trabajando en la Hacienda de forma continua. Actualmente es la vicepresidenta de la junta directiva que conforma la Asociación Civil: Empresa Campesina Cata. Cuando era muchacha, no le gustaba ayudar a su mamá a tumbar y desgranar cacao: “A mí me obligaban”, cuenta siempre, pero eso cambió. Ahora, cosechar le da tranquilidad y en el monte se desconecta de cualquier preocupación.

     Durante el día pone una silla afuera, a un costado de la vivienda que ella misma levantó. Se sienta a contemplar las curvas verdes que interrumpen el azul del cielo catense, cerca de la costa del mar Caribe. Vivió apenas unos días en Caracas con una tía, pero no aguantó, se escapó y regresó a su pueblo.

     —Extrañaba abrir los ojos y ver todo este verde, sentir la brisa de aquí que es sabrosa porque es de playa y de monte al mismo tiempo —dice con los ojos vidriosos.

     Lo que recoge de las matas de su patio o lo que tiene en la nevera lo comparte. Prefiere comer poquito que comer sola y eso hace con sus compañeras de trabajo. Su mirada es esquiva cuando no conoce a alguien, sin embargo, a pesar de ser amarga es dulce, como el chocolate. Habla poco con “los forasteros”, como le dicen en Cata a los que no son del pueblo, pero, apenas ve a las otras tres mujeres con las que ha cuidado y mantenido la Hacienda durante todo este tiempo, se le suelta la lengua.

     —Nosotras somos como una familia —señala con tranquilidad.

     Ella tiene dos hijos y una nieta. Todos con los mismos apellidos: Díaz Díaz. Jonathan José —22 años— sube y baja de la bahía en su moto para dejar en casa el pescado del salado. Dian Jonalis —20 años— se queda en casa cuidando a Keirismar, su hija de un año. Al mediodía, cuando Marelis regresa de la Hacienda, se va a la playa a hacer comida en el restaurante donde cocina.

     Marelis sale de la casa cargando a su nieta. Se sienta bajo la sombra de la mata de cambur mientras le da el tetero. Le gustaría que su familia mantuviera esas tierras como lo está haciendo ella, pero no los quiere obligar. “Si ellos van a trabajar con cacao, que sea porque se sienten bien y entienden que eso es lo suyo”.

 

     —Todo esto que tenemos es para ti —le dice a la niña señalando con la barbilla la casa y la vista verde del monte aragüeño—. No de tu mamá, no de tu tío. Nada de esto es mío. Todo esto es tuyo, lo que tenemos es para ti y todo lo trabajamos por ti.

Neira Pacheco

Mariposa entre cacao

     “Mamá no vaya pa' la Hacienda así”, le dicen sus hijas cuando la ven con los pies hinchados. Neira Santiaga Pacheco Croquer tiene 62 años y todos los días se levanta con el sol a barrer toda su calle, a regar las matas del patio y a estar a las ocho, puntual, frente a la cruz que marca una de las entradas hacia la Hacienda Campesina Cata.

     —Pero yo sí voy pa' mi ‘cienda —dice y tuerce los ojos que son aguarapados como su piel—. Aunque esté con el pie malo yo me meto mi bota porque eso sí es sabroso, estar allá adentro y limpiar ese monte que crece rapidiiito —pone su mano plana y la baila en el aire dibujando una "s", mientras susurra “zas, zas, zas, zas”—, cuidar el cacao y que te pegue la brisa fresquita que huele como a verde da paz —termina en un suspiro y sonríe sin mostrar los dientes.

     Desde hace más de diez años forma parte del grupo de cuatro mujeres que se quedó cuidando todos los días las tierras y las matas de cacao, aunque no hubiese cosecha ni paga. Ahora es la secretaria de la junta directiva.

     Ella se compromete con todas las actividades que hace. “Esa es la dueña de la iglesia”, dice Maira entre carcajadas, porque, aunque más nadie vaya con ella, cada miércoles la abre, la limpia y enciende las velas. “Esa tiene esa calle limpieciiita”, señala Marelis que, de las tres compañeras, es la que vive más cerca. “Nego desmaleza lento, pero igual le pone tanto como todas”, agrega Keyla, quien arrasa en un pestañeo con el monte.

     Su hermano Francisco Pacheco, representante del canto popular de Venezuela e integrante de los grupos Un solo pueblo y Pacheco y su pueblo, le puso “Nego” porque cuando era niño no podía pronunciar “Neira”. Ahora todos la llaman por ese apodo y, cuando se pregunta por ella, todos conocen el camino a su casa.

     Tiene 11 hermanos vivos, 4 hijos, 9 nietos y un bisnieto, más los sobrinos y los primos. Todos parranderos y alegres como ella que no espera que la inviten para ponerse su falda y danzar como mariposa de san Juan. Cantan, bailan, tocan tambor y celebran cada festividad de su pueblo entre cacao, mar y aguardiente.

     —Yo soy capitana de San Juan desde hace 25 años —cuenta sentada frente a la casa de su hija después de salir de la hacienda, almorzar en plena calle de tierra y tomar una siesta arrullada por la brisa que pasa entre las flores rojas del árbol que le da sombra—. Mi mamá lo era y me pasó a mí la batuta. Yo se la pasaré a mi sobrina Elvia que, de las jóvenes, es la que más sabe de nuestra cultura.

     Nego, como las mariposas coloridas de san Juan que salen entre mayo y julio, revolotea danzando por el verdor del cacaotal con su tobo lleno de agua para el riego y su machete. “A mí de la hacienda me sacan cuando me muera, con las patas pa' lante, pero no por un pie malo”.

Eglis Marcano

Fe en la tierra

     Es viernes en la noche y la iglesia del pueblo está llena de gente. Sus puertas se abrieron para una misa que las mujeres de la hacienda organizaron en memoria de los cinco años de fallecida de Justina, la mujer que las reunió para que trabajaran nuevamente con cacao en la Hacienda Campesina Cata.

     Tres de sus amigas están sentadas adentro entre hijos, nietos y vecinos. La cuarta, Keyla, no entró. Está recostada en el marco de la puerta lateral escuchando al padre, pero cumpliendo su juramento de que nunca más pondría un pie dentro de la iglesia.

     Su verdadero nombre es Eglis Marcano, pero todos la conocen como Keyla. Nació hace 44 años en Cata y siempre ha vivido allí. Para ella, la faena de la tierra más que trabajo es un escape de la cotidianidad. Estar en la hacienda le da paz y cosechar cacao es lo que más le gusta porque con él se prepara chocolate y la gente es feliz comiéndolo. Desde niña prefería estar con sus tías y abuelos en los conucos de la familia.

     —Yo escondía el uniforme para no ir al colegio —cuenta en voz baja y entre risas nerviosas mientras ve de reojo a los nietos que están con ella—. Metía un zapato o la falda por algún rincón del cuarto, así no me mandaban y yo iba al conuco con mi abuela.

     Para llegar a su hogar hay que cruzar por un callejón del pueblo y subir por una colina empinada. Desde abajo, se ve como una casa de pesebre de Navidad que alguien decidió poner ahí. No hay un camino marcado, solo piedras por las que casi hay que escalar, tierra, árboles y monte. Frente a la entrada hay una cochina atada a una mata de cacao, dos morrocoyes y más rocas.

     Por fuera, las paredes son grises, de cemento rústico, pero por dentro están llenas de color con su pintura verde, sus fotografías y sus adornos. La casa brilla de lo limpia. Parece un museo de cuadros y recuerdos de quince años y bautizos, todo está en perfecto orden y sin un solo grano de polvo.

     —Mi abuela limpia todos los días, todo el día —cuenta la nieta que vive con ella entre risas—. Barre y pasa coleto cada vez que alguien entra y sale para que no se le ensucie el piso. Y el cuarto de mi tío lo cierra y lo tiene tal cual como hace 10 años.

     No hay figuras de santos. Ni José Gregorio Hernández, ninguna Virgen, ni tampoco rosarios como en la mayoría de las casas de Cata.

     —Hace años ella dejó de creer y los sacó a todos —dice Maira Malavé, su comadre y amiga de la Hacienda—. Eso fue por la muerte de su hijo Alex, cuando tenía 12 años. Ella no se lo perdona a Dios.

     Keyla habla poco. Es grande como una pared, sus brazos son gruesos, pocas veces sonríe y no sostiene la mirada por más de dos pestañeos. En medio de los adornos de cerámica, los recuerditos y las fotografías, se sienta. La luz de afuera le da en el rostro y hace que brille, como lo hacen sus pisos.

     Lo que más le gusta de Cata es la tranquilidad con la que vive, por eso decidió nunca salir y criar allí a sus dos hijas y a su hijo. Hace silencio. Mira hacia la pared en donde tiene una fotografía de los tres niños vestidos de primera comunión y la nariz se le pone roja. El temblor de sus brazos y piernas se detiene, por su mejilla corre una lágrima. La pared se desmorona tan solo con el recuerdo.

Estos cacaos nos atrapan,

seducidos caemos en las redes,

como son finos hilos de luz 

y nos dejamos arrullar

por esta voz hasta el amanecer. 

Cata, María Fernanda

Di Giacobbe

Cata - María Fernanda Di Giacobbe | Adiós a Ocumare - Orquesta Típica de Aragua
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Bery Malavé

Del conuco al chocolate

     Con sus botas de cuero pisa firme para desandar el camino que hizo dos horas atrás al entrar a su conuco. Trae las manos llenas. Con la derecha arrastra un racimo de plátanos que todavía están verdosos y aprieta la vara metálica que usa para apartar el monte. En la izquierda carga un trozo de caña de azúcar, un coco y, bajo el brazo, el machete.

     Bery Peggy Malavé Matos no siempre ha vivido en Cata. Regresó de Margarita muchas veces cuando era joven, hasta que se estabilizó en la costa aragüeña en donde levantó su hogar, el de sus hijos y nietos, y donde se despertó su amor por la tierra.

     Su patio está lleno de color y frescura a pesar del sol que quema la piel. En el conuco cultiva ají, pimentón, tomate, plátano, aguacate, auyama, yuca, maíz, ocumo, onoto, caraotas, cebollín, perejil, cilantro, naranja, limón, cambur, guayaba, pomarrosa, coco, y cacao.

     Sale todos los días a desmalezar, sembrar, regar y cosechar. “Yo no soy una agricultora de esas que saben mucho”, dice ella a sus 54 años. Sin embargo, conoce sus frutos y sabe cuántos días necesita esperar para recogerlos.

     “Paíto”, su papá, le puso Bery Peggy por la canción Rubias de Nueva York de Carlos Gardel, que oía en la radio que llevaba a las jornadas en la Hacienda de cacao. Él le enseñó el valor de la tierra y está agradecida porque es allí donde consigue todo el sustento para su familia. Ella le repite una y otra vez a sus hijos: “Si Dios nos provee, nosotros debemos trabajar para cosechar y ser generosos para compartir”.

Elvia Silva

Memoria del pueblo

     Elvia Silva Croquer es una mujer de caminar despacio pero firme. Su mirada está llena de recuerdos y memorias que le transmitieron sus padres y sus abuelos. Ahora ella, con 54 años, los comparte con sus dos hijos, Elvis y Deivis, y con todos los niños que tocan a su puerta para hacer las tareas que mandan las maestras de la escuela sobre la cultura y la historia de Cata.

     Esta mariposa de san Juan, que ha bailado desde pequeña al ritmo de los tambores de su pueblo, sabe que el cacao se tuesta hasta que suena como una cotufa explotando, convierte las semillas en una panela que luego ralla para preparar chocolate caliente o batirlo con leche hasta que se vuelve pudín, lo mezcla con ron para un ponche o lo combina con maíz para hacer bollitos.

     Cuando era niña la mandaron a vivir a Guárico y luego, de joven, se fue a vivir a Italia. Pero estando fuera de Cata, lo que hacía era pensar en su casa rodeada de la vegetación del Henri Pittier, en los cantos de sirena de los cacaocultores de la Hacienda y en los bailes de las fiestas de San Juan, de la Cruz de mayo y la de los Diablos danzantes.

     “Debemos enseñar a nuestros hijos a querer y respetar sus orígenes, sus tierras, sus fiestas y creencias, porque solo quien conoce puede preservar la cultura y las tradiciones del pueblo y es allí donde está nuestra identidad”.

Elvis Silva

Seguir el ejemplo

     Tiene mirada de niño, pero sus hombros son anchos y gruesos. Sus brazos son largos, por lo que levantar, amarrar y cortar hojas de palma, para armar el techo de una churuata, pareciera un juego para Elvis. Su familia tiene un negocio en la playa, de vez en cuando primos y tíos ayudan, aunque trabajar en la bahía de Cata no sea con lo que sueñan.

     En este pueblo de la costa aragüeña hay casi 40 jóvenes y Elvis Rafael Silva Croquer, que está en quinto año, es de los pocos que sueñan con ir a la universidad y regresar con todos los conocimientos para trabajar en Cata.

     —Yo quiero salir y estudiar —cuenta Elvis cuando cualquiera le pregunta—. Mi sueño es ser ingeniero agrónomo y por eso quiero ir a Maracay. Yo sé que ahí dan esa carrera.

     El día brilla y se reflejan los azules del mar. Desde temprano, los peñeros llegan al puerto a descargar pescado. El aire está impregnado de salitre y gasolina. Una lancha llega a la orilla. Elvis y su tío se acercan para recibir los guacales rebosantes de ojos y pieles plateadas que se resbalan. Sueltan la carga y el muchacho se vuelve a sentar. La brisa cálida le seca el sudor del cuerpo y el agua salada.

     Con 17 años, siembra y cosecha en la parte de atrás de su casa. Su mamá, Elvia, dice que él es quien se encarga ahora del conuco.

     —Yo creo que estudiando puedo ayudar a las mujeres de la Hacienda para que cuiden mejor los cultivos de cacao y enseñar a la gente del pueblo a entender lo importante que es ser agricultor y que, así, se involucren.

     Con los ojos entrecerrados por el sol y las pestañas que se le enredan, ve cómo su hermano Deivis y “Tostado”, su primo, saltan al cristal turquesa desde una tabla de windsurf vieja. Salpican agua, se ríen, nadan, juegan con dos pescados que les regalaron, pescan sardinas con las manos y discuten sobre de quién es el turno de montarse y sobre a quién le toca halar.

     Elvis desea trabajar la tierra para generar materias primas que, dentro de la misma comunidad, desarrollen otros rubros. Con Juan de Dios, el asesor de La Hacienda Campesina Cata, entendió que la postcosecha es importante para mantener la buena calidad del producto. Desde que era niño veía a su mamá hacer panelas, ponche y pudín. En 2019 conoció a un chocolatero y viajó a Caracas con él para aprender a convertir el cacao en tabletas y bombones. Ahora conoce los procesos, sabe utilizar las máquinas, templar el chocolate y juega a combinar sabores.

     —¡También seré chocolatero! —dice con una sonrisa que ilumina su cara—. Yo creo que va de la mano con trabajar la tierra. Voy a montar una chocolatería aquí en Cata, y viajaré abriendo tiendas por el mundo. En ellas venderemos bombones con el cacao del pueblo y los rellenaremos con los sabores que se dan aquí, como el de topán y el de tamarindo chino.

     El muchacho de hombros anchos se lanza dentro de la corriente cristalina. Da brazadas largas hasta llegar al lugar donde juegan Deivis y “Tostado”. La transparencia se ha hecho más densa y la arena del fondo ya no se ve. En su lugar, diferentes tonos de azules se mezclan. Elvis se encarama en la tabla y, haciendo equilibrio, se pone de pie. Su rostro se ilumina y no por el resplandor del sol.

     —¡Allá, miren pa' allá! —grita mientras señala.

     Bajo el agua se mueve un cardumen de peces. Se acuesta en la tabla y entre los tres bracean. Nuevamente se levanta y grita: “El que agarre un pescado gana”, y en un clavado el agua se lo traga.

Deivis Silva

El pequeño cultor

     Sale hacia la oscuridad de la noche. Al pasar frente a las ventanas, desde el interior de la casa, se escucha un “looooe” de canto de sirena. Se queda paralizado y, flotando por el encanto del lejío, entra nuevamente a la casa. Deivis se abre paso entre la gente para llegar al frente, donde dos hombres le ofrecen coplas a san Juan Bautista frente al altar.

     Mira hacia arriba y de un lado a otro, entre canto que va y canto que se responde. En el momento en que el respiro de los copleros se convierte en una pausa larga, el niño deja salir de su garganta un “looooe” que paraliza a todos.

 

“Por ser la primera vez,

ay, por ser la primera vez,

que yo en esta casa caaanto.

Looooe...

Gloria al padre,

gloria al hijo,

ay, gloria al Espíritu Santo”.

 

     Deivis Jesús Silva Croquer está en sexto grado. No nació en Cata, pero toda su familia materna tiene allí sus raíces y él se conoce cada festividad de su pueblo. Sus ojos grandes observan todo y lo detallan. Pregunta sobre música, sobre cacao y chocolate, pregunta por qué las cosas se hacen de una forma y no de otra. Hace rimas y juega con trabalenguas.

     Cata está a oscuras y las estrellas están opacas. Se fue la luz temprano y no ha regresado. En la penumbra de la noche se escuchan los rezos de un velorio y a lo lejos, el repicar de tambores. Los primeros sonidos vienen de un portal que está tan oscuro como esta noche y los segundos provienen de la única casa iluminada en el pueblo, donde se celebra a la sanjuanera más vieja de la comunidad que cumple 102 años. Los catenses, a pesar de la muerte, celebran la vida.

     Con 13 años, Deivis sabe tocar cuatro y tambor, pero también ha aprendido con su mamá a cuidar los cultivos, tostar cacao, descascarillarlo y molerlo, y con su hermano, a hacer chocolate. “A mí me gusta aprender sobre la tierra, porque también es parte de nuestra cultura y el chocolate es sabroso”, dice Deivis sonriendo.

     Las risas compiten con el retumbar de las manos golpeando los cueros y la voz de los músicos cantando. Poco a poco la lluvia de voces y el repique de los tambores se va apaciguando. Hijos, nietos, bisnietos, tataranietos, vecinos, amigos y forasteros entran a la casa. Los colores danzan, al igual que las mariposas que adornan el altar entre azul, morado, verde, rojo, fucsia y amarillo. Solo un ventilador intenta apaciguar el calor, pero todos se concentran en la sala porque uno de los hijos y uno de los nietos de Ñata, la homenajeada, le cantarán al santo patrono de las aguas.

     La repetición de estrofas heredadas de los abuelos y las improvisadas comienzan a tejer una red de cantos que va atrapando a los que escuchan. Primero una pausa larga, luego se incorpora una nueva voz. Los dos hombres buscan con la mirada y sonríen levantando las cejas al ver quiéncantó. Uno de ellos inclina desafiante la cara hacia adelante y extiende los brazos para invitar al muchacho a pasar mientras el señor se arrima hacia atrás para darle espacio. Hay un lugar para el coplero que se une al canto de sirenas.

     Con un tono infantil, tembloroso, pero firme se escucha.

“Por ser la primera vez,

ay, por ser la primera vez,

que yo en esta casa caaanto.

¡Looooe!...

Gloria al padre,

gloria al hijo,

ay, gloria al espíritu santo”.

     —Yo quiero ser el próximo cultor del pueblo cuando sea grande —dice sonriendo—. Quiero ser cantante y músico como mi tío Francisco Pacheco (de los grupos Un solo pueblo y Pacheco y su pueblo).

     Sale otra vez hacia la oscuridad de la noche. Llega a su casa alumbrado por el brillo tenue de las estrellas.

—No sé qué fue lo que me pasó, mamá. Pero yo ya me venía y de repente sentí un impulso en el pecho que me hizo entrar otra vez a esa casa y, sin darme cuenta, ya estaba cantando —le dice Deivis a Elvia, que lo esperaba con la puerta abierta una noche de apagón en Cata.

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